La primera descripción de un tratamiento se la debemos a Aurelio Cornelio Celso, escritor y tal vez médico romano del siglo I de nuestra era. Dice lo siguiente: “Si a los niños les brota un segundo diente antes de haber caído el primero, hay que extraer el antiguo, y empujar diariamente el nuevo con el dedo hasta que llegue a su lugar correcto”. Lo cual es totalmente acertado, ya que si tenemos
un temporal y un permanente en doble fila, lo correcto es quitar el de leche y empujar el definitivo (casi siempre mal colocado) hasta llevarlo a su sitio. La diferencia es que usamos aparatos y no el dedo.
También en el siglo I de nuestra era, Cayo Plinio segundo (Plinio el viejo), escritor, letrado y militar romano, aconsejaba limar los dientes apiñados reduciendo su volumen para facilitar su acomodo espontáneo en la arcada por la acción combinada de labios y lengua. Plinio falleció víctima de su innata curiosidad, al acercarse demasiado al Vesubio cuando éste volcán entró en erupción.
Otros autores más agresivos eran partidarios incluso de quitar dientes temporales y/o permanentes en caso de gran apiñamiento, dejando que la lengua y labios reacomodaran lentamente los restantes mejorando su posición. Estas consideraciones son completamente ciertas; Tanto si reducimos el volumen dentario por limado, como si reducimos el número de dientes por extracción, el resultado es una mejoría notable a medio-largo plazo del alineamiento dentario cuando previamente hay apiñamiento.
Como vemos, extraer y/o limar dientes y eventualmente empujarlos con el dedo, (y probablemente también con la ayuda de tablillas de madera), fueron los únicos procedimientos empleados por nuestros antepasados para mejorar, al menos discretamente, las malposiciones dentarias.